Buena pregunta. Buena, porque pienso que las mejores preguntas son aquellas que no admiten una respuesta fácil e inmediata.

Cuando acepté que la vida es una escuela con sus exámenes, deberes y aprendizajes, imaginé que, a medida que fuera superando sus distintas pruebas, ahondaría en el secreto de mi identidad y me conocería cada día un poquito más a mí misma. Sin embargo, lo que verifico cada uno de esos días en los que, sí, tal vez me conozco un poco mejor, es que, por cada bit de información que obtengo sobre quién soy, pierdo diez de esos mismos bits. Viejas certezas se derrumban, aparecen nuevos interrogantes, y la persona que creía ser ya no es de esa manera, o, al menos, no tiene por qué ser así. Tiene la opción de transformarse en totalmente lo contrario, y, además, de hacerlo en menos de lo que dura un chasquido de dedos.

Nunca he sido muy amiga de las etiquetas («las etiquetas, pa’l Tuenti», decía hace unos años, cuando Tuenti todavía existía y era popular). Creo que me enemisté con ellas como acto de rebeldía juvenil: me parecía injusto y muy limitador que una persona -o una cosa, o una situación- estuviera marcada para siempre por un adjetivo decidido por no sé quién. Ahora, sin embargo, no reacciono ante las etiquetas, ya no provocan en mí esa necesidad de protestar ante la supuesta injusticia. No reacciono ante las etiquetas porque considero que todas, incluso las que parecen acertadas, son falsas, y pienso que la reacción no contribuye sino a reforzar el espejismo de su veracidad.

Por tanto, cuanto más he querido saber quién soy, y cuanto más he luchado por definirme con adjetivos inmutables y rasgos que me dieran, por fin, una identidad estable a la que poder agarrarme cuando todo a mi alrededor hiciera aguas, más me he dado cuenta de que yo no soy esto o lo otro. No soy generosa ni agarrada, no soy alegre ni triste, no soy proactiva ni indolente…

No. Solamente soy.

Durante el 99% del tiempo que he pasado en este planeta he tratado de hacer acopio de datos que me dieran respuesta a las grandes preguntas: ¿Quién soy? ¿Cómo soy? Ahora, la única certeza que soy capaz de admitir es que mi identidad no admite ni definiciones ni etiquetas permanentes. Me pregunto, incluso, si será que tengo alguna identidad, o si tal vez la identidad es siempre una máscara que nos sostiene ante la sospecha del vacío que hay detrás de las grandes preguntas: ¿Quién soy? ¿Cómo soy?

Sé que los hechos no me definen, pero contaré varios de los que han sido importantes en mi vida y que tienen relación de causalidad con este blog en el que ahora te encuentras.

  1. En cuanto pude hacer uso de mi libre albedrío, me agarré con pasión a los libros y a los bolígrafos. Buscaba alimento en la lectura. Escribía y escribía como si alguien más poderoso y fuerte que yo me hubiera encargado la tarea de producir todos aquellos textos que empezaban a no caber en los cajones de la casa. Tenía una colección de personajes a los que hacía vivir aventuras en serie, y tan pronto estaba ocupada con ellos como me dejaba llevar por la llamada de una historia nueva que imaginaba cualquier tarde y que trasladaba al papel, primero a boli y lápices de colores, y luego, cuando el primer ordenador llegó a casa, a través del milagroso procesador de textos.
  2. Me dio por decir, con 4 o 5 años, que de mayor me dedicaría a una profesión distinta cada día de la semana. Los lunes sería maestra, los martes astrónoma, los miércoles detective. No creo que esto expresara un deseo real, sino sencillamente la curiosidad que la pequeña Irene sentía hacia el mundo que la rodeaba. Quería conocerlo todo, explorarlo todo, saberlo todo. Con la misma naturalidad que me llevó a creer en la posibilidad del multioficio, expresé libremente mi deseo de ser escritora. Pensándolo bien, yo no podía transformarme en nada que no fuera escritora.
  3. A los 19 años dejé de creer en algo que casi todos hemos tenido el vicio de repetir en algún período de nuestra vida (muchos, los más diría yo, siguen con ese vicio): «eso es imposible». Antes de esa edad, no obstante, me lo creía a pies juntillas y yo misma lo rayaba en mi cabeza como un mantra. Creo que alguien, no sé quién y tampoco me importa, me dijo en una ocasión que ser escritora sería imposible. Como mucho, podía mantener la escritura como afición, o tal vez consagrarla a un oficio más digno y útil y menos idealista y pretencioso, como el periodismo. Yo todavía no sabía que ser escritora no iba a ser imposible, porque, de hecho, yo ya era escritora. Nací siendo escritora. Lo imposible, lo difícil, sería renunciar a mi naturaleza, que me perseguiría durante toda mi vida hasta que me decidiera, por fin, a hacerle caso.
  4. Pero creí el «eso es imposible». Creí a la persona que me lo dijo, quienquiera que fuese. Mi relación con la escritura empezó a fluctuar entre el amor y el resentimiento, entre la disciplina y la dejadez, entre la obligación y el desacato a la vocación. Durante mi infancia y mi adolescencia escribí diarios, abrí mis primeros blogs, presenté relatos a concursos. Escribía, sí, pero lo hacía como el oleaje llega a la playa y remueve la arena de la orilla, y allí deposita conchas vacías y algas que se pudren al contacto con la atmósfera, y luego regresa al mar para confundirse de nuevo con una superficie que poco a poco vuelve a la calma, pero que en su vaivén ha dejado el sedimento de la destrucción que siempre queda más decente, menos incómoda, bajo las olas del mar.
  5. Amaba y odiaba escribir. Por eso sólo lo hacía en arrebatos de cólera, rabia, frustración, y otras -pocas- veces de enamoramiento, alegría y amistad. Aun así, cuando acababa de escribir siempre me decía lo mismo: «Escribir me ayuda a entenderme. No sé por qué no lo hago más». Escribir me sirvió para comprender las interpretaciones que di a los peores momentos de mi vida mientras éstos estaban desarrollándose. Ahora mis interpretaciones son otras, pero eso no importa. Escribir siempre dio un sentido al ahora. He aprendido que las personas no necesitamos encontrar el sentido correcto a lo que nos pasa en la vida: necesitamos encontrarle un sentido, nada más.
  6. Después de esos peores momentos de mi vida me planté. Con 19 años estaba a punto de dirigir mi todavía inexistente carrera profesional hacia una dirección que no había elegido conscientemente. Me permití, entonces, preguntarme qué era lo que más me gustaba hacer. Y la respuesta surgió sin forzarla: escribir. Relacioné la escritura con el periodismo, tal vez por esa creencia aún oculta de que la escritura sólo podía encontrar su foro si se consagraba a un propósito «útil» y «universal». Me matriculé en Periodismo y acabé la carrera, aun cuando a mediados del primer cuatrimestre del primer curso ya sabía que aquello no era para mí.
  7. Así que el convencimiento de que escribir era lo mío volvió a desvanecerse entre prácticas de tele y primeros párrafos en los que había que aglutinar el qué, el cuándo, el dónde, el quién y el por qué. Abrí más blogs y los volví a cerrar. Creo que no escribí ningún relato durante esos 4 años, aunque me entregué de corazón a mis primeras cartas de amor y a mis acostumbrados diarios que oscilaban entre el existencialismo y una perspectiva más optimista de la vida y del futuro. Cuando acabé Periodismo, perdida pero con muchas ganas de encontrarme, me matriculé en Arte Dramático.
  8. Durante los dos años que pasé en esa carrera escarbé en los lodazales de mí misma, y lo hice tanto dentro como fuera de la escuela. Cada día allí te daba la oportunidad de subirte a un tren con destino a lo peor y lo mejor de ti mismo. A veces lo tomaba; otras veces en las que me encontraba contestataria o simplemente perezosa, lo dejaba pasar. Pero la ruta, como digo, también tuvo su réplica fuera. Hice mi primer viaje en solitario: tres semanas por los Países Bajos que empezaron como una aventura de jiji-jaja y acabaron mostrándome que estaba -como casi todos- viviendo una ficción en la que quedaba muy poquito espacio para la verdadera honestidad conmigo misma. Aproveché esas tres semanas para escribir mi primer diario de viaje, y la sensación era la misma que en mi adolescencia: «Escribir me ayuda a entenderme. No sé por qué no lo hago más».
  9. Aquel viaje fue un entrenamiento para la vida y también supuso un campo de prácticas para el siguiente gran recorrido: la India en verano de 2015. Otro diario de viaje. Mucho tiempo para pensar qué narices iba a hacer con mi futuro próximo. Típica crisis existencial que nos sobreviene cuando nos hemos desconectado de esa voz que nos dice, con cariño pero también con insistencia, que no es por ahí, que te estás equivocando, que, aunque te empeñes, ése no es tu camino. No me extenderé mucho porque creo que todos -si somos honestos con nosotros mismos- sabemos de lo que hablo. En ese viaje decidí dejar Arte Dramático y apostar por el proyecto que me rondaba la cabeza desde que, pocos meses antes, decidí hacer caso a esa vocación perdida entre los visillos de mi infancia: la lectura. Y a la vuelta creé Léeme.
  10. A día de hoy hace algo más de un año de esa decisión. Han pasado 12 meses en los que me he dedicado a lo que muchos, yo la primera, pensábamos que era imposible: crear y mantener un proyecto de algo tan poco útil, tan aparentemente individualista, como leer. Conectar con una vocación que, si bien no había perdido, no había atendido como merecía, ha tenido un efecto catalizador en mí. Me ha hecho conectar, también, con muchas otras realidades de mi vida que estaban olvidadas y enterradas. Algunas son dulces y reconfortantes; otras duelen, amargan, no son bonitas, pero, como las primeras, necesitan de mi atención y mi cuidado. Con el cultivo de la lectura como fuerza motriz de mi proyecto ha emergido la otra vocación, esa que durante tanto tiempo osciló entre el «debo hacerlo porque es mi talento» y el «por mucho que sea mi talento, no me apetece hacerlo. Reniego de ello».
  11. La escritura.
  12. Este blog nace de mi necesidad, cada día más fuerte, de reencontrarme con esa parte de mí misma que sólo encuentra expresión a través de la palabra escrita. Por eso lo he titulado «El blog de una escritora en proceso de reencuentro». Porque sé que soy escritora (y aquí me contradigo a mí misma cuando digo que no soy nada, que sólo soy. Sin embargo, y de una manera que no sé explicar todavía, sé que soy y no soy escritora, y que ambas realidades, la de ser y la de no ser, conviven y se encuentran en algún lugar de mi realidad más honda). Porque sé que estoy en reencuentro con esa parte de mí que quedó sepultada por la vida que yo, al margen de mi verdadera esencia, decidí construir, y de la que no reniego, porque es la que me ha traído a este momento exacto.

 

¿Qué vas a encontrar aquí?

Todavía no lo sé. Quiero darme la libertad necesaria para escribir lo que me apetezca escribir, cuando me apetezca escribirlo, y sobre los temas que me apetezca escribirlo.

No habrá nada aparentemente coherente, aunque en el fondo un observador dedicado y sin prejuicios podrá adivinar la coherencia que se tejerá por entre las costuras de este pequeño espacio virtual.

Aquí nada será de una u otra manera. Todo será, simplemente.

Si decides quedarte ahora (si no, puedes decidir quedarte en otro momento, o quizás nunca, o quedarte ahora y luego irte), puedes suscribirte para recibir en tu correo los nuevos escritos que publique por aquí.

Un abrazo,

Irene