Asimilación de los viajes

A menudo, vivimos más intensamente el viaje cuando ya hemos vuelto que durante el viaje mismo. Recordamos con detalle la experiencia y nos parece que nuestros sentidos estaban, en realidad, aletargados, y que sólo tras el regreso han recuperado su vigor. Ahora podemos apreciar con más nitidez los colores de aquella puesta de sol, diferenciar entre las melodías callejeras que entonces nos parecieron las desafinadas voces de una coral trasnochada, saborear los aromas de un plato que allí aborrecimos y que en el avión de vuelta ya comenzábamos a echar de menos. La vista, el oído, el olfato, el gusto, el tacto: los cinco sentidos que nos enseñaban los libros de primero de primaria se exaltan con el recuerdo de lo que era cotidiano hasta hace un par de días y nos devuelven por unos instantes dichosos a un país, a una ciudad, a un paraje ya lejanos.

El viaje, sobre todo si dura más de dos semanas, se vive cuando se vive, pero sólo se asimila cuando se revive. Y para asimilar el viaje uno debe sumergirse en lo sensorial, lo quiera o no. Incluso aunque no se dé cuenta, los sueños del viajero reciente estarán plagados de las imágenes que vio, los sonidos que escuchó y las texturas -árboles, muros, pieles- que rozaron sus manos. Por eso creo que nos gusta tanto enseñar a otros las aburridas fotografías de nuestros viajes: porque mediante la reacción ajena nos transportamos fugazmente al momento en que la imagen fue tomada. El juicio del otro -real si le estamos enseñando las fotografías en persona; imaginado si se manifiesta a través de un «me gusta» en Facebook- nos permite interpretar aquel instante desde una perspectiva que no nos es propia, que solamente pertenece a la otra persona, y que nos obliga a contemplar nuestra propia vida desde su mapa del mundo. ¿Qué pensará de mi foto? ¿Se habrá dado cuenta de que, cuando me la hicieron, llevaba tres días sin pegar ojo a causa del virus que pillé? Y fíjate, que creo que me contagié del virus con aquel plato de verduras sin cocer, y cómo sabía aquel pimiento especiado, y qué aire hacía esa noche mientras yo cenaba en una terraza solitaria al lado del lago de ese pueblo cuyo nombre ya no alcanzo a recordar.

Resucitan los sentidos, sí, pero emerge sobre todo el sentido más primario, ese que nos esforzamos por acallar y que maltratamos hasta que decide devolvernos el revés con todas sus fuerzas. Emerge el sentido de la emoción incómoda. Aflora el llanto que reprimiste y aflora la angustia que controlaste para no vomitar en medio de una calle mal asfaltada, y así no dar el espectáculo.

El verano pasado viajé a la India con mi amiga María. No nos movía ninguna inquietud especial. No buscábamos un despertar espiritual ni tampoco ablandar nuestro corazón a base de ver viejecitas mendigando y niños pidiendo comida frente a las paradas de metro. Simplemente queríamos conocer la India, así que nos compramos sendos billetes de avión y el 15 de junio aterrizamos en Delhi.

Cuando anuncias que te vas a la India, todo el mundo, invariablemente, te dice lo mismo: «Ese viaje te cambiará la vida». Los menos lo dicen porque ellos ya fueron y sí, la India les cambió la vida. La mayoría, sin embargo, lo dicen porque otros -tal vez los mismos de antes- se lo han contado, o porque lo han leído en un reportaje de viajes con mucha literatura, o simplemente porque se lo imaginan. Así, la idea de que viajar a la India te cambiará la vida se fortalece a base de repetir que la India te cambiará la vida, y viajas pensando que sí, que, por mucho que no estés buscando iluminarte ni volver siendo mejor persona, no podrás escapar de los tentáculos de la conciencia y volverás de la India siendo tú y, a la vez, otra persona.

Como creíamos que, a pesar de nuestras escasas expectativas, la India nos cambiaría la vida, nos decepcionamos muchísimo con nosotras mismas durante las dos primeras jornadas. Caminando por Delhi, tuve que reconocer que no sentía nada especial ante los nubarrones de polvo que levantaban los tuk-tuk y los perros piojosos que trataban de aplacar el calor sumergiéndose en charcos de agua podrida que se diseminaban a lo largo de las calles. Si acaso, me sentía molesta por el sudor y agobiada por el abotargamiento de los sentidos, que no daban abasto ante tantos nuevos olores, ruidos, lenguas y ropajes. Pero dudaba que todos esos sentimientos desagradables fueran a cambiarme a mejor. Sólo quería encerrarme en un restaurante con aire acondicionado, pedir un thali de 100 rupias y comérmelo lo más lentamente posible para retrasar al máximo el momento de volver a salir a la calle.

Pronto nos dimos cuenta de que desaprovecharíamos el viaje si nos preocupábamos por lo que deberíamos estar sintiendo y lo que no. En Varanasi, dos días después de nuestra llegada al país, aflojamos exigencias y comenzamos a abandonarnos al momento, aún con el recuerdo de la bulliciosa Delhi doliendo en nuestras memorias. En la ciudad sagrada del Ganges vimos por primera vez un muerto. Su cuerpo había quedado varado en la otra orilla del río, justo debajo de la proa de un barquito. Un perro roía su caja torácica, en la que habían quedado al descubierto las costillas, que parecían ganchos de madera carcomidos por el tiempo y la maleza. Su cabeza estaba echada a un lado, el izquierdo. Había perdido la mitad de su volumen; estaba azul. Nuestro barquero nos descubrió estudiando el cadáver a lo lejos, sin creernos todavía que esa amalgama de ángulos y protuberancias eran los restos de un hombre, y nos quiso llevar a verlo de cerca. Yo no quise, pero María y la pareja de estadounidenses que venían con nosotros en la barca se atrevieron a ir. Luego María me contó que el barquero les había dicho que lo más probable era que aquel hombre que estaba siendo rebañado por un perro hubiera muerto ahogado, porque no llevaba las ropas sagradas que los muertos de Varanasi merecían llevar.

Varanasi es un continuo banquete de estímulos. La ciudad es generosa con todos: a los ciegos les brinda el sonido hipnótico de las pujas -ofrendas religiosas en el Ganges, cada día a las siete de la tarde-; a los sordos, la visión de las procesiones fúnebres callejeras que van a parar a los ghat -las escalinatas de piedra que nacen en lo alto de la ciudad y mueren, una vez más, en las aguas sagradas del río-. Quien no puede caminar tiene entretenimiento suficiente si se aposenta en cualquier punto de la ciudad y expone sus sentidos al ir y venir de sus gentes, que parecen dirigirse, al mismo tiempo, a todas y a ninguna parte.

No fuimos conscientes, pero en Varanasi empezamos a entrar en comunión con la India. Empezamos a dejarnos atravesar por ella; a sentir con la misma fuerza el odio y el amor hacia un país que nunca es predecible -y que por eso, porque con él no sabes a qué atenerte, puedes odiar y amar al mismo tiempo-; a emborracharnos lentamente con unos aromas que se pegaban a nuestra ropa y formaban, al contacto con nuestro sudor, una pasta espesa e imbatible aun tras muchos lavados a mano.

Los ghat de Varanasi

Los ghat de Varanasi

En Varanasi nos subimos al tren de la India y nos dejamos llevar por su trayectoria. Habíamos olvidado que la India nos cambiaría la vida. Vivíamos. Paseábamos, visitábamos, hablábamos con unos y con otros, nos reíamos de nuestras meteduras de pata y de las canciones que componíamos sobre la marcha durante las largas horas de tren y autobús. Nos asustábamos a veces, nos indignábamos cuando los hombres nos inspeccionaban como lo harían con un animalito enjaulado en un zoo diminuto y triste. Comíamos currys de verduras y nos esforzábamos por encontrar huevo en las ciudades sagradas, donde toda clase de carne estaba prohibida. Regateábamos con los conductores de autorickshaws y luchábamos contra el calor bebiendo agua y más agua que nuestros cuerpos transformaban automáticamente en sudor pegajoso. Hicimos todo eso habiendo olvidado que la India nos cambiaría la vida.

Cuando llegó el día de marcharnos, de nuevo en Delhi -ciudad con la que acabamos reconciliándonos-, tampoco nos acordamos de que se suponía que la India debería habernos cambiado. Sólo sentíamos la nostalgia anticipada del regreso mezclada con las ganas de dormir en una cama que no pareciera el lecho de un faquir. Dijimos adiós a la India desde el avión, hicimos escala en Dubái, aterrizamos en Madrid y allí, presionadas por la salida inminente de mi autobús -yo volvía a Valencia, María a Albacete-, nos despedimos apresuradamente y mal, teniendo en cuenta el mes tan abundante que habíamos compartido.

Llegué a mi casa a las dos de la madrugada. Saludé a mi madre, que ya dormía, me lavé los dientes, me di una ducha y me metí desnuda en la cama. Una cama blandita, cómoda, en una habitación en la que corre el aire; si le da por dejar de correr, enchufo el acondicionado.

«Ya estoy aquí, en mi cama, en mi habitación. No volveré a experimentar el calor monzónico de la India este verano. Voy a dormir fresquita y bien».

Entonces comenzaron a desfilar por mis sueños todos los personajes indios que mi mente había ignorado ante el riesgo inminente de sobreinformación. Los esqueléticos conductores de ciclorickshaws, los niños con el hambre tatuado en las pupilas, las mujeres que ocultaban el rostro y enseñaban el vientre y con las que nunca logramos establecer conversación, los descendientes de los tibetanos exiliados, entre resignados e ingenuamente optimistas, los vendedores de agua fresca en las paradas que el autobús inventaba en medio de una carretera plagada de baches, las familias enteras que esperaban pacientemente al siguiente tren, a ver si el matrimonio y los cinco hijos pequeños lograban encajarse en un vagón de la clase second sitting, por la que el revisor ni siquiera consigue abrirse paso de lo atestado que está.

Aquella noche, a salvo del calor y los mosquitos, protegida del mínimo viento fresco por una sábana con la que incluso podía enrollarme sin morir abrasada; aquella noche, de vuelta en mi cama, insertada de nuevo en mi realidad de siempre, comencé a asimilar el viaje, un mes después de haberlo comenzado, y sólo después de haber vuelto. Y entonces entendí que sí, que tal vez la India nos había cambiado, aunque todavía no fuésemos capaces de reconocer hasta qué punto.

India

Pushkar, India. Fotografía de María S.V.

2 Comments
  • Tere
    Posted at 23:23h, 12 agosto Responder

    Maravilloso Irene 🙂
    Me encanta cómo lo has descrito todo. Y es cierto que, subidos al tren Olvidamos Vivir el Presente, parece que somos conscientes de las vivencias solo un tiempo después de haberlas vivido.
    Como dijo una vez alguien: 《En los viajes, sobre todo los largos, me pasa que cuando regreso, mi alma aún continúa allí.》
    Un abrazo

    • Irene
      Posted at 15:59h, 13 agosto Responder

      Hola Tere! Qué bonita frase… Me la guardo! 🙂 Un besote.

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