Querer llegar

En el Camino no se puede planificar nada.- Mayte, hospitalera del albergue de peregrinos de Cadavedo (Asturias)

Me recuerdo, ya desde bien pequeña, queriendo llegar a algo.

Queriendo llegar a personas. Siendo buena para complacerlas. A veces tenía que empezar averiguando qué querían -no de mí necesariamente- para poder dárselo. En todas las ocasiones se trataba de mendigar amor, y siempre era como pedir limosna a otro desheredado.

Queriendo llegar a logros. Este objetivo está íntimamente ligado al anterior, dado que gran parte de las veces que he querido lograr algo importante -sea cual sea el significado de la palabra importante– ha sido para obtener el amor y el reconocimiento de terceros.

Queriendo llegar a lugares. El camino que seguí para llegar al último lugar al que me propuse llegar me enseñó que ni este objetivo ni el anterior ni el anterior merecen la pena. «Querer llegar»: ya me dijeron que siempre hay una opción mejor antes que una suma de infinitivos.

Pero empezaré por el principio, por el día 1, que en realidad casi nunca es un día 1. Para mí fue el pasado 24 de julio de 2017. A las 10 de la mañana aterrizaba en Asturias, con mis vacaciones recién estrenadas, para emprender al día siguiente mi segundo Camino de Santiago por el norte.

camino de santiago

Como si no hubiera tiempo que perder, para mi primera etapa no contemplé otra posibilidad aparte de caminar 40 kilómetros entre Avilés y Soto de Luiña. Me levanté a las 5 de la mañana sin esfuerzo; aún faltaban dos horas para el amanecer. La primera hora transcurrió entre calles semipobladas de casas bajas; entonces, cuando empezó a caer la fina lluvia matutina de la costa norte, las flechas amarillas se perdieron por entre los árboles de un sendero boscoso. Dudé: pensé en lobos, humanos desbocados, crujidos de hojas que podían provocarme un infarto precoz. Mi mente se llenó de posibles amenazas que mi frontal no sólo no atenuaba, sino que agravaba bajo su luz blanquecina de quirófano sádico. Me refugié de la lluvia bajo un árbol cercano a las últimas casas y decidí esperar a que clareara.

Pero después decidí otra cosa: esos miedos sólo estaban en mi cabeza. Más adelante, me enteré por diversos peregrinos que claro que había lobos, y que claro que había gente -no mucha, sin embargo- que había desaparecido o incluso sido asesinada en el Camino. Pero entonces no lo sabía y continué caminando, aunque el cielo aún no se había despertado. Yo seguí haciéndolo a las 5 de la mañana durante 7 días más, hasta que las preguntas de algunos compañeros de albergue (¿y para qué madrugas tanto?, ¿y no te da miedo salir sola tan temprano?) empezaron a incomodarme, tal vez porque las respuestas no eran tanto mis prefabricadas «disfrutar de las horas de oscuridad» o «evitar las horas de máximo calor», sino llegar al lugar, llegar pronto, y, a ser posible, llegar la primera.

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A muchos de los que leáis esto os parecerá absurda la idea de convertir un Camino de Santiago -y más aún unas vacaciones- en una competición de a ver quién llega antes, o a ver si me hago los mismos kilómetros que ayer en una hora menos. Por supuesto que me gustaba disfrutar de la madrugada tranquila y fría; de hecho, una de las razones por las que en mi rutina diaria me levanto a las 5:30 es porque ese par de horas quietud en las que me sé sola y ajena al mundo me inspiran y me preparan para el resto de la jornada en muchos sentidos. Y claro que evitar el calor de las 12 del mediodía también era un buen motivo para madrugar. Pero el Camino -y la vida también, cada día, aunque estemos demasiado ocupados o dormidos para escucharla- despliega la alfombra justa que necesitas pisar y conspira para que cada paso te acerque a una mayor aceptación de eso que sospechas y te ocupas de esconder bien bajo el terciopelo, junto con el polvo, los pelos del gato y los restos de comida de ayer.

Yo no lo sabía, pero mi Camino iba a enseñarme, paso tras paso, etapa tras etapa, que «querer llegar» es inútil. A personas, a logros, a lugares: «querer llegar» a todo ello no sirve, no es funcional y, más todavía, la llegada, si se conquista, no aporta ni un gramo de felicidad adicional.

La primera lección tuvo que ver con los lugares. Hubo varias madrugadas de inquietud; salía de los pueblos por la carretera y me cruzaba con ratas enormes como topos que ni se inmutaban al pasar por mi lado, cruzaba bosques en cuya lejanía me parecía escuchar voces humanas pidiendo ayuda a vida o muerte; más adelante, cuando me obsesioné hasta la médula con los lobos, dedicaba esas primeras horas de la jornada a pasar revista de todas las posibles formas de huir en el caso de que un ejemplar hambriento apareciera en mi camino.

Tras una etapa en la que tuve que pararme al amparo de una farola en medio de la nada porque no era capaz de soportar más de ese terror que yo misma, con mis fantasías sanguinarias, estaba infundándome, decidí retrasar mis salidas matutinas en algo más de media hora. Aun así, seguía queriendo llegar lo antes posible a la meta del día; paraba lo justo para desayunar algunos frutos secos y varias piezas de fruta compradas la tarde anterior, o para hacer un breve descanso -apenas cinco minutos- ya avanzada la mañana, cuando empezaba a hacer calor.

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Y claro, también quería llegar a Santiago un día concreto, así que transformé dos etapas en una y, lección de los 40 kilómetros no aprendida, un miércoles de sol intenso se me ocurrió repetir el hito ligeramente rebajado: 35 kilómetros. Podía haberme parado a los 14, cuando el empeine derecho empezó a dolerme justo al llegar al primer pueblo de la etapa que tenía albergue municipal. El del empeine era mi primer dolor del Camino, y me pareció que su increíble oportunismo lo descartaba como señal de que me convenía dejar la etapa en ese punto. En vez de hacerle caso a mi empeine, descansé quince minutos en un bar y me preparé para continuar durante 20 kilómetros más.

A los 3 kilómetros del pueblo, cuando ya me parecía que había llegado demasiado lejos como para arrepentirme y volver, empezó el dolor en el empeine izquierdo. Cubrí el resto de la etapa a la mitad de mi velocidad normal y parando cada diez minutos a estirar las piernas; 5 kilómetros antes de Miraz, mi fin de etapa, encontré, apoyado en un mojón, algo que había rechazado durante todo el Camino y que en esos momentos estaba echando tanto de menos: un palo para descargar mi peso al caminar. Era de color marrón oscuro, muy liso, perfecto para mi estatura, y prometo que estaba esperándome en aquel mojón, sustentado en él como por casualidad: pero mirándome. Llegué a Miraz con él, y esa tarde sólo escribí y leí en el jardín de un albergue gestionado por unos ingleses que nos invitaron, a los peregrinos, a té y tarta casera a las 5 de la tarde.

Una semana antes, en Luarca, alguien me llamó para darme una muy buena noticia a nivel profesional que yo llevaba tiempo esperando. Bajo mi criterio, también bajo el del imaginario convencional, esa llamada venía a anunciarme mi mayor logro laboral hasta el momento. Me alegré; llamé a mi familia para darles esa noticia que ellos también estaban esperando. Escribí a muchas personas que sabían que esa tarde se decidía algo importante -tal vez determinante- en mi vida. Había querido llegar y ya había llegado.

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A la madrugada siguiente, en una acequia poco profunda que recogía las escasas aguas de la lluvia matutina, vi tres gatitos moribundos. Eran recién nacidos; tenían los ojos cerrados. El negro descansaba encima del cuerpecito del blanco; el tercero, algo alejado de sus hermanos, todavía maullaba a intervalos irregulares y cada vez más espaciados. Los encontré por su lamento; el frontal los iluminó durante los dos segundos que me costó entender cuál era el escenario del que me había convertido en espectadora involuntaria. Entonces, cuando lo comprendí, aparté de golpe la luz y eché a correr hacia la siguiente flecha amarilla, con los dedos tapándome los oídos para no escuchar más la agonía del gatito, que, ahora lo sabía, era pelirrojo: parecía un pequeño tigre hinchado por el agua de la lluvia.

La alegría de la gran noticia volvía a mí a rachas intermitentes como el maullido del gato. Al cabo de los días se esfumó; había querido llegar a un logro y ahora, antes incluso de que se materializara realmente, cuando todavía era sólo una buena noticia sobrevolando mi futuro próximo, me había acostumbrado a esa novedad que, en la lejanía, siempre me había parecido tan apetitosa, tan inalcanzable la mayoría del tiempo.

«Así que esto tampoco es lo que me va a hacer feliz».

«¿Por qué quería esto realmente?».

«¿Dónde está, qué es lo que importa de verdad?».

No son preguntas cómodas -ni para mí, y tampoco para ti-, pero sí son preguntas necesarias -o no, ¿quién sabe?-. El Camino no me dio ninguna respuesta; la resaca del viaje -esos días en los que ni soy la Irene de antes de partir ni encuentro a la Irene que me estoy preparando a mis espaldas para ser- tampoco.

No querer llegar a lugares, no querer llegar a logros.

No querer llegar a personas… porque son ellas las que llegan a ti. Pero ése ya es otro capítulo. Y también formó parte de mi Camino de Santiago 2017.

Tal vez otro día…

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2 Comments
  • Anina Anyway
    Posted at 20:41h, 30 agosto Responder

    Aún en mi camino, leo emocionada las palabras que han florecido a los costados del tuyo. Norteña, asturiana y más acostumbrada a la magia extraña de esos bosques, mis miedos siempre han sido distintos. Pero eran iguales que los tuyos: internos, atronadores, obsesivos… Recuerdo un pequeño cuento que escuché hace unos días: el del discípulo que pregunta insistente a su maestro «¿dónde vamos?», hasta que el maestro le responde, impasible, «ya estamos».

    Ya estamos.

    ¡Un abrazo enorme!

    • Irene
      Posted at 14:25h, 15 septiembre Responder

      ¡Hola, aventurera de pro!
      Muchas gracias de nuevo por ser la luz en mi camino 😉 ya sabes. Tengo muchas ganas de que me cuentes de primera mano cómo está yendo este camino tuyo que voy siguiendo en redes (tiene la estrellita azul de Facebook para asegurarme de que no me pierdo nada).
      Efectivamente, ya estamos… lo difícil es darse cuenta. En ésas estamos… ya estamos en ésas. ;D
      Un abrazo… ¡y disfruta mil!

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