Dientes y ojos

Cuando éramos niños jugábamos a encontrar dientes en las paredes y ojos en los ladrillos. No queríamos sólo divertirnos; queríamos encontrarlos de verdad. Y los encontrábamos. Los dientes los desprendíamos de las paredes y los envolvíamos en pañuelos de usar y tirar que se iban tintando de marrón por obra de las motas de tierra que venían encajadas en los dientes y que se deshacían cuando les faltaba la presión del muro. Recogíamos los dientes para colocarlos debajo de la almohada y así conjurar al ratoncito Pérez, pero al final no lo hacíamos nunca, yo creo que porque sabíamos que el ratoncito, en su infinita sabiduría, no podría creer que se nos habían caído todos los dientes de golpe, noche tras noche, a los dos primos. Pero no por dejar incompleta la misión en su último paso -de hecho el paso clave, el que hacía que todos los anteriores tuviesen un sentido-, no por dejarla incompleta nos motivaba menos. A la tarde siguiente, pasado el calor de las horas de la siesta, volvíamos a recoger dientes en la pared de al lado de casa de los abuelos, en el muro que guardaba no sabíamos qué, un corral, un patio, un aparcamiento del que nunca descubrimos el acceso.

Los dientes eran por la tarde; los ojos, por la noche, después de cenar. La abuela siempre preparaba longanizas y güeñas y huevos rellenos. El nombre de los platos trascendía los platos mismos; no cenábamos carne picada y amasada longitudinalmente y luego asada en las brasas de la chimenea, ni tampoco gelatinosos óvalos blancos partidos por la mitad, extraídos sus corazones amarillos y mezclados con atún en aceite de oliva; cenábamos longanizas, güeñas y huevos rellenos; aquellas palabras tenían entidad, podíamos masticarlas, saborearlas ya cuando los adultos nos llamaban a la mesa y nos anunciaban qué se servía, aunque no hacía falta, porque el menú coincidía siempre con el de la noche anterior y la anterior, sobre todo si era verano y más aún si eran días de fiesta en el pueblo.

Yo me comía dos o tres huevos rellenos y una güeña, todo acompañado de un trozo de pan que arrancaba de la barra directamente con la mano, porque en casa de mis abuelos, y en la de mis padres, y en la mía ahora que vivo sola, nunca ha usado cuchillo para cortar el pan (y luego, al ver en otras casas la costumbre de utilizar cuchillo para cortar el pan, como al ver la costumbre de servirse ensalada en el plato en vez de pinchar cada uno sus hojas de lechuga y sus trozos de tomate en la bandeja del centro, al ver que en otras casas la ensalada se la servía cada cual en su plato y el pan se cortaba con cuchillo, no he podido evitar sentirme poseedora de un secreto privilegiado, el secreto de que una familia es más familia si pincha ensalada de la misma bandeja y corta con las manos su trozo de pan de la misma barra de pan que el resto ha manipulado y agarrado, una familia comparte algo íntimo y trascendental si no separa las raciones de ensalada ni corta rebanadas de pan iguales y perfectas con un cuchillo de sierra). Mi abuelo, que no se me olvide, antes de las longanizas y las güeñas y los huevos rellenos había abarrotado la mesa de lo que él llamaba “el aperitivo”, un popurrí de frutos secos, cortezas de cerdo, ciruelas en aguasal, altramuces y mejillones, la antesala de la comida o de la cena. Y el porrón de vino con gaseosa, claro, que, como la ensalada y la barra de pan, pasaba por todas las manos. A nosotros nos gustaba llegar al comedor cuando el abuelo disponía en la mesa los platitos del aperitivo, y por eso cuando notábamos que oscurecía empezábamos a merodear por el patio contiguo, y entrábamos y salíamos de la cocina, cuya puerta daba a la calle, para medir el nivel de trasiego, que nos indicaba sin mucho margen de error cuándo el aperitivo estaba a punto de ofrecerse a los comensales.

Pero otras veces nos encantábamos rescatando dientes de las paredes o jugando al escondite con los niños vecinos y se nos pasaba la hora del aperitivo (que no era obligatorio como la cena), así que acudíamos a la mesa cuando algún adulto, sus padres o los míos, nos llamaba desde la ventana del comedor o la de la cocina, con un grito que para llegar a nuestros oídos no encontraba más barrera que la atmósfera calmada y densa del verano. Y, entonces sí, apúrabamos los últimos cacahuetes y sorbíamos los altramuces de la cáscara sin considerarlos preliminares de la cena, sino parte de ella, porque metíamos la mano en los platitos del aperitivo entre bocado y bocado de güeña o de huevo relleno. Y luego no hacía falta que ayudáramos a quitar la mesa; los adultos, en verano, en casa de los abuelos, nos eximían de ese tipo de responsabilidades, no porque se solidarizasen con nuestras ansias de jugar, sino porque ellos sabían, y nosotros no porque no nos interesaba aprenderlo, dónde iban los platos sucios, en qué estante de la nevera se guardaba el queso, en qué recipiente las güeñas que habían sobrado y que mi abuelo se almorzaría con un trozo de pan al día siguiente. 

Así que después de la cena nos subíamos al piso de arriba a buscar y a encontrar ojos, o, mejor dicho, el ojo, porque sólo era uno, siempre el mismo metido en el mismo agujero del mismo ladrillo. Mis abuelos ocupaban la planta baja de una casa que diseñó mi abuelo mismo, una casa con una distribución arbitraria y estancias cuya finalidad no quedaba clara a nadie, ni siquiera a él mismo. Como he dicho ya, a la casa se podía entrar por la cocina, aunque ésa era la puerta secundaria; la principal daba a una especie de recibidor alargado que se extendía en un pasillo dividido por tres puertas. Entre la segunda y la tercera se encajonaba la última fracción de pasillo, y allí la temperatura siempre estaba como mínimo cinco grados por debajo de la del resto de la casa porque la última puerta, que no aislaba bien, iba a dar a un patio interior descubierto que se utilizaba como tendedero. En uno de los laterales de ese último tramo de pasillo se abría un aseo, que fue el único de la casa durante décadas, hasta que mis abuelos convirtieron la mitad de una habitación enorme en otro cuarto de baño, pero, hasta ese momento, en invierno uno había de armarse de valor cada vez que quería orinar o lavarse los dientes (la ducha, claro, era todavía peor). 

Una vez cruzado el patio interior se llegaba a un almacén que podría ocupar los mismos metros cuadrados que la parte habitable de la casa. Allí mis abuelos acumulaban de todo: recuerdo haber localizado a simple vista pedales y timbres de bicicleta, botes de pintura seca, folios y folios impresos por una sola cara, probetas de laboratorio o muñecas con los párpados flojos, entre otros objetos sin origen ni utilidad definidos. También hubo por allí máquinas de gimnasio, una cama elástica, platillos y bombos expropiados a una batería y una moto que no usaba nadie. El almacén no constaba de una única estancia amplia, sino que se dividía en varias habitaciones, algunas de las cuales mis tíos reconvirtieron durante un tiempo en oficinas para alguno de sus negocios. Pero daba igual que en lugar de papeles desparejados y bolígrafos rotos ahora hubiese ordenadores y carpetas cuya clasificación seguía una cierta lógica; la sensación que me invadía al entrar en el almacén (u oficinas) era siempre de absoluto desorden, de anarquía irreparable; incluso cuando era una niña a la que el polvo acumulado en los estantes no asustaba, una niña que podría haberse entretenido durante horas buscando reliquias en ese rastro autorizado, incluso entonces ya me agobiaba pensando cómo se las apañaría aquel a quien le tocara un día arreglar ese desaguisado, separar lo útil de lo inservible, vaciar aquel espacio astronómico de objetos inútiles. Veinte años después, empiezo a sospechar que ese aquel seré yo; al menos seré uno de esos aquellos.

La anarquía del almacén se reflejaba en la planificación de la casa, que carecía justo de eso, de planificación. Me pregunto en qué estaría pensando mi abuelo cuando dibujó los planos. ¿Por qué encerraría una habitación gigantesca en medio de otras dos mucho menores, y por qué justo a ésa la dejaría sin ventana? Y aquel cuartito con chimenea que surgía como una extremidad forzosa de uno de los lados del comedor, ¿para qué? El piso de arriba, que tuvieron siempre cedido a alguno de mis tíos o alquilado a alguna pareja ajena a la familia, también se componía de pasillos innecesariamente largos que daban a parar a cuartuchos minúsculos en los que apenas cabía una lavadora o una cama de noventa. Y al fondo, claro, el comedor grandioso, descomunal, imposible de llenar con un sofá, un televisor, una mesa y varias sillas. Lo recuerdo así, exorbitante, también oscuro y misterioso por el aura que le confería el ojo, situado en la entrada de la casa, en la parte de fuera, en un ladrillo a la derecha del pomo, justo a la altura de nuestra altura de niños.

Allí subíamos cada noche después de cenar, antes de que los adultos nos llevasen a la feria que se montaba en fiestas o a comer chocolate con churros en la plaza del pueblo. Subíamos las escaleras de madera, expuestas al aire libre y no cobijadas como lo estarían en cualquier edificio de dos o más pisos, pero ya digo que la planificación en esa casa era así, huérfana, nula. Las subíamos corriendo, como si disfrutásemos oyendo el ruido de nuestros pies golpeando los tablones, pero luego, en los últimos tres peldaños, aminorábamos la marcha, nos pedíamos silencio el uno al otro con el dedo sobre los labios y sustituíamos las risas por susurros. Sabíamos de sobra en qué agujero de qué ladrillo estaba el ojo. Daba igual que lo hubiésemos visto doscientas veces; el miedo a asomarnos era nuevo cada noche, y el uno al otro nos dábamos leves empujones en los hombros para obligarnos a ser el primero en dar las buenas noches a aquel órgano sin cuerpo. Una vez roto el hielo, nos peleábamos por colocar el ojo, nuestro ojo, en la mirilla, nos metíamos prisa mutuamente, contábamos los segundos de más que el otro se había beneficiado de aquella visión hipnótica y flotante.

Sabíamos que los dientes que coleccionábamos en pañuelos de papel eran restos de minerales que se utilitzaban en la construcción de muros y paredes. En cambio, nunca averiguamos qué era lo que, en la oscuridad de la noche, mirando por el agujero de ese ladrillo en concreto, provocaba el espejismo de un ojo de iris azulado y largas pestañas como patas de moscardón. Puede que el ojo fuese eso, un moscardón atrapado en un ladrillo cuyo cadáver quedó incorrupto, momificado, reflejando para siempre la luz de las estrellas y las farolas en sus alas transparentes. Fuese lo que fuese el ojo, hoy ya no lo buscamos, ni buscamos dientes. Si acaso, buscamos otros ojos y otros dientes. Y, si podemos, los sacamos. Nuestros propios ojos y dientes. 

2 Comments
  • Carola Freedom
    Posted at 11:52h, 11 octubre Responder

    Simplemente genial. Me ha transportado a muchos recuerdos de mi infancia y a la intensidad con la que vivía lo más insignificante. Yo también tenía rituales divertidos que conservo con mucho cariño en mi memoria.
    Hoy, yo también me dedico a sacar y olvidar ojos… demasiadas veces no se cómo disfrutar de volver a verlos cada día.

  • Ariel Garoberea Ferre
    Posted at 19:28h, 11 octubre Responder

    Me gusta como describís la casa de tus abuelos desde tus ojos de niña. Me imagino el grupo de primos corriendo y jugando. Tu relato de juegos interminables interrumpido por la llamada para cenar me lleva a rememorar mi infancia.
    Sí ahora tu situación te lleva a ordenar y clasificar el desorden de ese almacén seguramente surgirán nuevos recuerdos. Espero los escribas y publiques.
    ¿Hay segunda temporada de Una habitación propia en la tele?
    Desde el otro día que te ví en la tele, en el noticiero, leyendo El tirano Blanc, estoy pensando en decirte:
    Es admirable lo que haces, poder difundir libros, compartirlos, contarnos un poco de tu historia a través de ellos. Hacer de eso tu trabajo. Te felicito.

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