
23 Ago Mi viaje trifásico
Todos los viajes que hacemos pueden dividirse en diferentes etapas. Éstas no tienen por qué corresponderse -y de hecho casi nunca lo hacen- con los distintos lugares que conforman nuestro trayecto. Las etapas se refieren, más bien, al recorrido que nuestro inconsciente traza paralelo a nuestros pies, a veces reposados sobre el asiento de delante del autobús, o martilleando frenéticamente el suelo de un avión que lleva demasiadas horas en el aire. Los pies caminan, planean, pero también descansan, mientras que el interior de cada viajero vaga constantemente de un estado a otro, y no bien ha cerrado una etapa, está abriendo la siguiente. Y puede que no nos demos cuenta, porque el inconsciente se ocupa precisamente de eso, de mantener el proceso inconsciente, escondido, protegido ante los posibles juicios que una mente racional y analítica podría emitir y, con ellos, destruir el tesoro del camino interior.
Viajamos con rapidez. Nos subimos en aviones, trenes y autobuses cada vez con mayor facilidad y experiencia. Encadenamos ciudades como el niño que ensarta el hilo de pescador en los macarrones crudos para fabricarles pulseras a sus amigos: con afición, pero tan expertos que ya ni los pequeños errores nos sorprenden, porque los hemos previsto todos. Esta destreza alcanza incluso a los viajeros que se jactan de no planificar, de estar guiados por una espontaneidad sin límites que los conduce de un destino a otro sin que ellos acaben de intervenir en el camino… Porque la experiencia no se manifiesta en forma de mapas y tours organizados, sino que vive a través de una capacidad para el asombro que, en casi todos nosotros, se ha quedado coja. Asombro hacia lo de fuera, y asombro, también, hacia lo que pasa por dentro en el transcurso de un viaje cualquiera.
Sólo recuperando nuestra capacidad de asombro es posible detectar y vivir las etapas de los viajes con el gozo y la intensidad que caracterizan a los niños. Y, para devolverle la salud a nuestra capacidad de asombro -en los viajes, sí, pero también en la vida-, no nos queda otra que renunciar a la experiencia.
La mejor forma que he encontrado hasta el momento para aplanar mi experiencia hasta dejarla lisa y manejable como un folio de papel es escribir un diario en cada uno de mis viajes. Hice mi primer ensayo durante un Camino de Santiago, porque pensé que en el futuro me gustaría recordar los pueblos en los cuales pernocté y las anécdotas más graciosas del camino. Pero aquel diario de viaje fue, como digo, un ensayo, un acercamiento a lo que se movía más allá de mis pies cansados. Hasta que no escribí el siguiente diario de viaje, el diario de mi primer viaje trifásico, no comprendí que, en cualquier ruta, el alma multiplica por cien mil la velocidad del cuerpo, y que, si estamos lo suficientemente atentos y traducimos el lenguaje de las intuiciones al de la vida corriente, la experiencia se acaba, muere, y del inconsciente renace el asombro, que regresa a la superficie porque descubre que no existen motivos para temer a la luz.
Mi viaje trifásico transcurrió entre Francia, Bélgica, Holanda y Luxemburgo, a lo largo de tres semanas. Mi viaje trifásico fue el primer viaje que hice sola.
Apenas un mes antes del día en que despegaba mi vuelo hacia París, decidí que me iba. Quería viajar sola, y al mismo tiempo me daba miedo. A medida que se acercaba la fecha, sentía más y más temor. En mi horizonte se dibujaba un interrogante enorme e incandescente que cubría cualquier certeza que pudiera haber tenido hasta el momento de comprar mi billete de avión. Aquello eran las mieses del asombro; significaba todo lo que ponía en tela de juicio mi experiencia como viajera. Para exterminarlas, planifiqué al detalle todo mi viaje: cada hostal, cada trayecto en tren; decidí cuántos días estaría en cada ciudad y memoricé las fechas de llegada y de salida. Avisé a los amigos desperdigados por algunas de las ciudades de mi itinerario para que estuvieran preparados el día de mi llegada. Procuré dejar lo mínimo al azar, y lo hice con un sentimiento de eficiencia que me reconfortaba y, al mismo tiempo, hacía vibrar mi culpabilidad, porque yo quería ser una de esas viajeras que no planifican y que hacen lo que pueden con el momento que se les presenta.

«Como un retrato en el que la persona aparece desenfocada porque el paisaje se ha convertido en el protagonista involuntario». Montmartre, París
La primera semana de mi viaje los planes se ajustaron a ellos mismos y todo funcionó como yo había decidido que debería funcionar. Mi diario de viaje trifásico -denominación que se ganó más tarde, porque yo en ese momento aún no sabía que mi viaje sería trifásico- refleja lo que vi, lo que comí, cuánto anduve cada día y las personas con las que hablé. Es un diario objetivo, casi periodístico. En él no hay rastro de Irene: cualquiera podría haber escrito lo que contiene esa primera parte de mi diario de viaje. Como un retrato en el que la persona aparece desenfocada porque el paisaje se ha convertido en el protagonista involuntario. Los primeros siete días comencé mi andadura hacia mí misma; lo intuía sin saberlo, y por eso me esforzaba en describir los monumentos y en hacer inventario de los sándwiches baratos que comía en los bancos de Bruselas o París.
Para bien o para mal, cuando te adentras en un camino, el camino ya no te deja volver atrás: te retiene, puede que no en cuerpo, pero desde luego sí en espíritu. Avanzar es la primera opción; quedar anclado, la segunda. No existe una tercera, aparte de morir y acabar. La segunda semana de mi viaje trifásico fue una andadura involuntaria por el camino que yo misma había abierto y que me había aceptado sin queja. Comencé a ver; comencé a ver-me. Entendí que había emprendido ese viaje porque era el siguiente movimiento natural en mi tablero. Me planteé la posibilidad de no haber sido yo quien escogió el viaje, sino que fuera el viaje quien me eligió a mí para trazarlo y recorrerlo después. Aquella sospecha implicaba descontrol. Esas jornadas de mi diario de viaje están plagadas de descripciones de paisajes y trayectos, pero ahora éstas conviven con preguntas: ¿por qué?, ¿para qué?, ¿quién? Interrogantes periodísticos todavía, y todavía tan intimidatorios como el que nublaba mi emoción los días previos a tomar el primer vuelo.
Aquéllas eran preguntas hacia mí misma que yo todavía no me atrevía a responder. Todas tenían que ver con lo más primario y vulnerable de mí misma: con mis temores -que iban más allá, mucho más allá del miedo a perder un tren o a no encontrar el hostal en la siguiente parada-; con mi soledad, que era cada día más candente y dolorosa; con una inseguridad básica que me empujaba a la planificación constante, e inconsciente las más de las veces. Estaba en Ámsterdam -lo recuerdo: era el Vondelpark- cuando mi atasco de preguntas se deshizo en lágrimas. Lloré en un banco pintado de verde. No me importaba hacer ruido; me daba igual que mis ojos inflamados llamasen la atención de los paseantes felices. A mi izquierda, una pareja joven estaba tumbada a la sombra de un árbol. Se estaban fumando un porro. A mi derecha, una mujer canosa hacía sus ejercicios de tai-chi. Yo lloraba porque me había dado cuenta de que la ocupación principal de mi vida hasta el momento había sido traicionar los deseos de la niña que fui. Veía claramente a la Irene de dos, cinco o siete años: la observaba disfrutar mientras jugaba con sus maderitas. La espiaba desde detrás de la puerta del cuarto de la bañera, donde ella recreaba sus historias de héroes y patos con medio cuerpo sumergido en el agua tibia. Irene escribiendo, Irene corriendo en la calle, Irene manejando el ordenador por primera vez, Irene sonriendo. Irene, otra Irene, que lloraba en Ámsterdam a finales de agosto del año 2014.
En un momento del llanto sentí la necesidad de escribir todo lo que pensaba y sentía en ese momento. En una caligrafía que hoy me sorprende por su inusitada pequeñez, escribí todo lo feo que me estaba pasando por la cabeza a tiempo real. No: nunca había escrito algo tan feo y verdadero, tan hermoso y cruel. La primera semana de mi viaje trifásico había sido como el retrato desenfocado; la segunda semana había estallado como el espejo que se rompe delante de ti, dejándote pasmada y desolada. Escribí con urgencia porque las respuestas a las preguntas llegaban con demasiada velocidad, y temía perderlas en el maremágnum de datos que algo muy interior, muy profundo, me estaba proporcionando sin habérselo pedido.
Mi diario de viaje trifásico guardó aquel día un paisaje selvático que se había ido tejiendo a mis espaldas. Cuando la selva estuvo bien tupida, mi viaje me la mostró. Las opciones eran anclarse o avanzar. No sé si fui yo quien decidió avanzar o si fue el propio viaje quien me empujó. De todos modos, creo que ambas posibilidades son, en el fondo, la misma.
Salí de la selva justo cuando dejé de escribir, cuando se evaporó la última lágrima y mis ojos recobraron su tamaño. A mi izquierda, la pareja joven seguía fumando marihuana. A mi derecha, la mujer canosa rehacía su mochila para volver a casa después de sus ejercicios de tai-chi. Yo me levanté y me fui, no sé adónde. Acababa mi segunda semana, y con ella finalizaba otra etapa de mi viaje, aunque seguía en Ámsterdam, aunque mis pies se paraban a contemplar, con un asombro olvidado que empezaba a reconocer, el último verde de las hojas, o la ardillita que se escondía detrás de las plantas para no ser vista. Las lágrimas no sólo habían limpiado mis ojos; habían marcado una frontera entre una y otra etapa, y por primera vez yo era un poquito consciente del fenómeno de las fases de los viajes.
La tercera semana de mi viaje trifásico apenas aparece documentada en mi diario de viaje. Sé que visité Texel, una isla diminuta del norte de Holanda, y que me quedé tres días en lugar del único que había planeado dedicar a sus 170 kilómetros cuadrados. Finalmente viajé hasta La Haya, a casa de una amiga, y también allí permanecí más tiempo del que esperaba. Esos días, mi diario de viaje trifásico es un compendio de respuestas a preguntas no buscadas. Ya no existe la descripción de los paisajes más allá del cielo despejado y cálido, de un azul nunca visto, o de los carriles de bici interminables, sobrevolados en ocasiones por bandadas de pájaros cuyo aleteo era lo único que se atrevía a habitar en el silencio. Llegué a pensar que podría arrepentirme, en un futuro, de no haber registrado las fachadas holandesas, o el carácter de los tenderos y los recepcionistas, o el precio del billete del ferry. Pero, tal y como vino la preocupación, la preocupación se fue, y seguí escribiendo sólo acerca de lo que me asombraba, dejando, por un tiempo, la experiencia de lado, dedicándome, por un tiempo, a maravillarme ante la sabiduría de los viajes, que son siempre fásicos, y que esperan sin perturbarse a que percibamos su verdadera naturaleza.

Texel, Holanda

Texel, Holanda
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