
14 Sep Gritos de Nueva York
Las ciudades hablan. Hablan para todos, no sólo para quienes quieran escucharlas. Al contrario de lo que pueda parecernos, las ciudades susurran sus virtudes y sus pequeños triunfos, y proclaman sus vergüenzas y decepciones. Así, tal vez, tratan de asegurarse de que alguien atienda sus súplicas de salvación, aunque, qué curioso, nosotros solemos preferir acomodarnos en la visión del pequeño rostro maquillado de una ciudad, cualquiera, cuando es generosa y se nos muestra desnuda de cuerpo entero.
Nueva York no susurra nada. Nueva York no habla: lo grita todo. Lo bueno y lo malo. Su historia vertiginosa la ha liberado de los complejos, y eso le da carta blanca para situar su belleza y su vulgaridad al mismo nivel y presentárnoslas como una moneda fundida cuyas dos caras ya no se diferencian entre sí. La ciudad de los contrastes es un contraste en sí misma; lo bonito y lo feo se han encontrado a medio camino y han estallado como una supernova, impregnándolo todo de una normalidad confusa que nunca sabes hacia qué lado se va a decantar, o si lo hará siquiera. Lo mismo sucede con lo débil y lo fuerte, con lo sucio y con lo limpio, con el ruido y el silencio.
Nueva York me ha hablado. No me siento especial por ello, porque Nueva York le habla a todos por igual. Ella es democrática y nunca elige a sus interlocutores: cualquiera que ponga un pie en sus calles recibirá lo mismo que el transeúnte anterior y que el siguiente. La ciudad no hace distinciones, y por eso en ella es tan fácil creer que uno puede pasar de la barra del bar al escenario de Broadway, del vagón de metro a la contraportada del New York Times.
Nueva York me ha hablado, sí, y me ha contado cosas. Lo ha hecho a través de los millones de canales de comunicación con los que está equipada, aunque mi oído sólo ha sido capaz de sintonizar con un par de decenas. Después de escuchar su orquestación de confesiones, me asombra que haya quien pase por ella y no perciba siquiera el eco lejano de su voz gutural y rasgada como un túnel vacío. Cada uno de sus boroughs -distritos- grita a su modo, en una tesitura diferente, pero todos comparten eso: la voz gutural y rasgada como un túnel vacío.
A través de las sirenas de sus ambulancias, Nueva York me dijo que la muerte es una conciencia remota de la que sus habitantes se distancian cada día un paso más. Llegada a su extremo, la amenaza de la muerte se alió con el olvido y, desde entonces, ambos danzan de la mano sobre las cabezas de los neoyorquinos, anulándose mutuamente. ¿Despuntará uno de los dos alguna vez?, le pregunté yo a Nueva York. Y, como respuesta, la ciudad me devolvió más sirenas de ambulancias.
Nueva York me habló también por boca de sus habitantes. Blancos, negros, gordos, flacos, camareros y oficinistas: todos me contaron algo. Por ejemplo, que el metro y los vasos de plástico de medio litro nos igualan a todos. O que las aceras de las avenidas no necesitan tener carriles delimitados para que cada cual entienda por dónde debe y no debe caminar, y se responsabilice de sus propios choques y tropiezos. También me dijeron que intentan no pensar demasiado en las horas que invierten diariamente en desplazamientos, y que para ahogar el pensamiento caminan todo lo rápido que pueden, a poder ser al ritmo de una banda sonora aleatoria en los auriculares del teléfono (que allí no se llama teléfono, me dijeron: todos le llaman iPhone, aunque no sea un iPhone).
El choque entre jarras de cerveza y el ruido de los cubiertos al contacto con el plato fueron otros de los medios con los que Nueva York se comunicó conmigo. Me pareció descarado eso de utilizar repetidamente a los demás para airear sus secretos; pensé que era como si un padre enviara a su hijo a la iglesia y le obligara a hacer pasar por suyos una serie de pecados abyectos. Pero escuché a Nueva York, porque empecé a darme cuenta de que el volumen creciente de sus gritos tenía una explicación, y era que no muchos más estaban dispuestos a darle forma a la moneda para poder contemplar su cruz.
Y Nueva York me habló de su ritmo contagioso como una gripe, del plástico y el cartón acumulado en la parte trasera de sus bares y restaurantes, de la publicidad que no sólo cuelga de los edificios y las farolas, sino también de los bolsos y collares de las mujeres; me habló de los vendedores de tickets para el bus turístico, de los locales abarrotados a cualquier hora del día y de las bolsas de diseño en las que conviven sin conflicto prendas de Zara y Chanel.
Para contarme todo esto, Nueva York robó el zumbido de las hélices de los helicópteros y se encarnó en las bocinas de los taxis. Se transformó, también, en la sutil música de las nubes reflejadas en los rascacielos como espejos. Nueva York me gritaba, sobre todo, a la hora de comer, cuando el hilo musical de los restaurantes, siempre algo más alto de lo ideal, acompañaba nuestras conversaciones y nos forzaba a acelerarlas para dejar la mesa libre a los siguientes comensales.
Nueva York me dijo que ya pocos la ven, que, cada vez más, solamente la fotografían. Había aceptado no ser escuchada, pero nunca había imaginado que llegaría el día en que las miradas de sus visitantes se posaran, directamente muertas, sobre su fisiología, casi siempre con una pantalla de por medio. Eso, me confesó, sí la entristecía. En ese momento pasó por allí el carrito de los helados con su melodía omnipresente y Nueva York me cambió de tema. Y yo sospeché, entonces, que sus gritos eran más que la expresión de una ciudad desacomplejada y libre: Nueva York lanza un auxilio por segundo a todos sus caminantes, porque sabe que su potencial de pacificadora se ha fundido con la moneda en cuya cruz había dibujada una asesina.
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