
03 Oct Valencia a través de unas gafas oscuras
Valencia mudaba su piel ante los paseos distraídos de los caminantes de domingo. Marchaban a lo largo del río en parejas, en grupos de 3 a 5 personas, algunos con niños pequeños, bebés en carrito; en otros grupos los hijos ya andaban a su ritmo propio y se separaban de los padres, que seguían en línea recta, y hacían, los hijos, tres metros por cada metro andado por sus padres, de las vueltas que llegaban a dar alrededor de los árboles y de los pies de los puentes que unen las dos caras de la ciudad.
Pocos caminaban solos, y si lo hacían era formando parte del desfile de camisetas fosforescentes que hormiguea en los senderos del río los domingos por la tarde. En realidad el desfile se celebra todos los días, pero el domingo por la tarde es el momento de máxima concentración de camisetas fosforescentes, y a medida que el atardecer corona la ciudad, los colores de las camisetas van haciéndose más y más potentes, van ganando una fuerza de supervivencia que vuelven a perder cuando se hace de día.
Quienes van solos, corren o marchan a ese paso veloz que quema calorías. Son pocos los que han bajado al río en esta tarde de domingo para sólo estar, para solamente ser, sin objetivo ni recompensa final.
De mi hombro izquierdo cuelga una bolsa de tela en la que he metido la cartera, las llaves de casa, una chaqueta de entretiempo, una pequeña libreta, un bolígrafo y un libro. De todo eso que he sacado de casa, sólo utilizaré las llaves para volver a entrar cuando acabe mi paseo. No voy a comprar, ni a leer, y tampoco voy a escribir ni una frase en la libreta, aunque me vienen varias y me pregunto si convendría que me parase a anotarlas, pero mis pies están tirando de mí hacia el este, como si allí fuese a encontrar la senda hacia un horizonte rosado que adentra a la ciudad en un otoño suave, sereno, que no promete nada, pero que no puede evitar ser el augurio de algunas cosas.
Camino, camino, y pienso en todo lo que la ciudad esconde y que yo todavía no he descubierto. Me encuentro culpándome por desear abandonarla tantas veces sin haber hecho justicia todavía a su belleza. Hoy he visto, por primera vez, una placita desierta dentro del Carmen. Un edificio de cinco plantas y amplios ventanales de madera me ha recordado al segundo apartamento en el que viví en Lisboa, en la Rua das Canastras. Las ventanas del tercer piso de este edificio que veía estaban cerradas, y en una de ellas un cartel de «se vende» afirmaba la imperfección de la fachada. Otro piso, no recuerdo cuál, exhibía sin tapujos unas cortinas roídas que seguramente se desharán en polvo la próxima vez que las roce el viento. La casa formaba un ángulo perfecto de 90 grados con la construcción contigua, y daba lugar, así, a una de las esquinas de la plazoleta desigual.
Estuve allí un rato, admirando lo que hasta ese momento había desconocido y que ahora, en realidad, continuaba sin conocer del todo. Por una callejuela, a mi izquierda, al lado de la casa con aires lisboetas, hizo su aparición un matrimonio de ancianos. Cargaban, cada uno, varias bolsas de plástico. El hombre caminaba por delante de la mujer, a unos cinco pasos de distancia. Discutían; ambos llevaban la mirada fija en el suelo, y seguramente no se daban cuenta de que, a cada paso, la superficie que sostenía sus cuerpos era diferente, era nueva, era otra distinta a la de ayer y a la de un segundo atrás. Caminaron un poco más y desaparecieron en otra de las casas de la plazoleta recién descubierta. Entró entonces en escena una chica en bicicleta. Parecía turista, aunque lo único que me llevó a esta conclusión fue su aspecto. Llevaba gafas de sol redondas y un vestido negro de verano. Venía pedaleando, pero en cuanto entró en la plaza detuvo el movimiento de sus piernas y rodó con la inercia, rodó hasta que se la tragó un callejón a mi derecha, abierto al lado de un árbol plantado en un macetero de los que sirven de asiento a los viejos en las tardes de verano.
Yo también dejé la plaza. Me di cuenta en seguida de dónde estaba: había ido a parar a las callejuelas interiores de un perímetro por el que he transitado en muchas ocasiones, y que aun así no había explorado hasta su núcleo. Me crucé con varios vecinos y me sentí extranjera ante su indiferencia. Iban a sacar la basura, a pasear al perro o a airear al pequeño bebé metido en el carrito. Yo caminaba con la bolsa de tela colgada del hombro, y sacaba el móvil de vez en cuando para tomar fotografías de lo que siempre estuvo y nunca vi.
Empezó a faltar la luz en los callejones, pero no me quité las gafas de sol. Con ellas sentía la libertad de mirar hacia cualquier lado. Podía observar con detenimiento a todo aquel que cruzase direcciones conmigo; al mismo tiempo, les daba permiso a ellos para observarme a mí. El poder de las gafas de sol es el de unir almas bajo un acuerdo en el que una de las partes sólo tiene la mitad de la información total. Quien lleva las gafas mira y se sabe mirado; quien no las lleva se siente libre para mirar, y la duda de si estará siendo mirado a su vez lo captura, porque es imposible responderla.
Con la potestad de espionaje que brindan las gafas de sol me senté en un banco de una plaza que sí conocía, pero que, aun así, me pareció nueva en esa tarde de domingo. Frente a mí, en otro banco, una mujer de unos sesenta años repasaba el dobladillo de una falda, concentrada en su tarea como si hubiera trasladado a la plaza el recogimiento de su sala de estar. Cerca de ella, a apenas medio metro de distancia del banco, había un hombre en silla de ruedas. Por su edad y por la proximidad de ambos deduje que eran marido y mujer. Él sólo miraba: miraba al frente, a los lados, y miraba también su barriga, envuelta en un suéter de color morado intenso. De vez en cuando me miraba a mí, y no podía saber que yo le estaba observando también, porque seguía llevando mis gafas de sol a pesar de que la luz ya no podía molestarme. Yo estaba quieta, con las manos cruzadas sobre la bolsa de tela, que había depositado en mi regazo. Lo único que esperaba era una señal de que el hombre de la silla de ruedas y la mujer eran, efectivamente, un matrimonio, a poder ser de muchos años. Seguramente se casaron cuando él todavía no iba en silla de ruedas, y ella tuvo que atravesar el proceso de pérdida de movilidad a su lado, viviéndolo casi con más pena que él mismo. Se habría preguntado si podrían volver a salir a pasear el uno al lado del otro, y pensaría, angustiada, que eso sólo sería posible si hubiera un tercer acompañante que empujara la silla al ritmo de los pasos de ella. Se diría, supongo, que acaso la mejor solución fuera sentarse en un banco de alguna plazoleta, aunque tuvieran que renunciar a estar el uno al lado del otro, porque su marido no podía bajarse él solo de la silla y ocupar la otra mitad del asiento, y ella ya no tenía fuerzas para soportar todo su peso sobre las espaldas y cambiarlo de sitio sólo para poder cogerle de la mano a una misma altura, a la misma distancia de cuando eran novios y todavía no había silla de ruedas.
Esperaba cualquier señal que confirmase esta historia, y de repente el hombre de la silla de ruedas quitó el freno y rodó en un desplazarse controlado hacia una de las entradas de la plaza, la de mi derecha. Yo observé a la mujer mientras su supuesto marido se alejaba: ella no levantó la mirada del dobladillo, pero, al cabo de dos minutos, plegó la falda, guardó en su bolso los enseres de costura y se fue en la misma dirección que había tomado el hombre de la silla de ruedas.
No la seguí con la mirada. Podría haberlo hecho sin culpa, protegida tras mis gafas de sol. Pero decidí mantener oculto el misterio del matrimonio imaginario que desenrolla su madurez en la plaza conocida de Valencia. Eché a andar y bajé al río, dispuesta a sumergirme en el atardecer de otoño que caía sobre todos nosotros, caminantes, corredores, paseantes en grupos de dos, de tres a cinco con o sin niños.
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