Contarlo todo

La sensación de estar compuesta por varias identidades sin punto de conexión entre ellas ha aumentado con el paso del tiempo. Cuando era pequeña yo era yo, un ser íntegro, fabricado y distribuido en una sola pieza. Los impactos físicos eran mucho más notorios, puesto que impactaban en el conjunto de mi ser, y también lo eran los emocionales: los golpes dolían más, cualquier decepción se me antojaba el fin del mundo. Las horas duraban el doble; lo recordé ayer, viendo a una niña de unos tres años llorar desconsolada porque iba a estar lejos de su madre durante una hora y media. Hora y media a los tres años es una eternidad. Pero lo que le importaba a esa niña no era la eternidad, sino el momento presente, y en el presente no tenía a su madre cerca. Esa unidad con el presente continuo es lo que se me ha escapado a lo largo de los años. El transitar incansable entre lo que ya no existe y lo que todavía no ha sucedido conlleva fragmentación, porque la materia y la mente no coinciden en el mismo espacio, sino que son fuerzas contrarias tirando en direcciones opuestas. Me siento así: fragmentada. Como si dentro de mí conviviesen distintos seres cuyos pensamientos y deseos se enfrentan.

Me descubro fragmentada en muchos contextos, pero quizás el más llamativo, el que se repite con una fuerza creciente, es el entorno digital. Navego entre la necesidad de esconderme y el impulso de contarlo todo. Escucho y veo a las personas que se desnudan hasta volverse transparentes y su exposición destamizada me parece casi obscena, pero después detecto indignaciones, pensamientos y estados emocionales propios que me gustaría compartir en abierto, sin filtros, tal vez porque descargarlos en usuarios anónimos despojaría a mis frustraciones de una fracción de su peso. Cada vez que escribo o muestro un pedacito de mi vida en las redes sociales me pregunto por qué lo hago, qué aprobación estoy buscando con ese gesto. El marketing de las redes se deshace de los conflictos morales que puede generar su uso con una sencilla premisa: las redes sociales sirven para compartir, y compartir es humano: todos tenemos la necesidad de hacerlo. Pero en muchas ocasiones se comparte ante desconocidos, y en ese escaparate invertido en el que los maniquíes nos vigilan desde la acera con sus rostros lisos e impertérritos, nosotros aireamos temas íntimos bajo los más variados pretextos.

A veces recibo flashazos de confesiones que he realizado públicamente en mis redes sociales, relacionadas sobre todo con la inseguridad profesional. Visto desde el presente, no logro encontrar los motivos por los que me exponía en esos términos. No sé ante quién quería justificarme o qué prejuicios deseaba mantener alejados de mí. Supongo que me motivaba mi convicción de que no había que mostrar sólo lo bueno, sino que lo negativo también debía tener cabida para compensar la edulcoración de las vidas narradas a través de las redes sociales. Y eso, hoy en día, me lleva a una pregunta: ¿por qué es necesario mostrar?, ya sea lo bueno o lo malo. ¿Cómo nos estamos construyendo digitalmente -y ante quién- a base de pequeños fragmentos de nosotros mismos que, antes de ser compartidos, hemos planificado, corregido y repasado una decena de veces?

Mi ser fragmentado se siente vigorosamente seducido hacia un cierre general de sus redes sociales. Ya apenas soy activa en Facebook, así que esa red en concreto podría abandonarla con facilidad. En Instagram y en Twitter he dejado de obsesionarme con “aportar valor” y me centro casi en exclusiva en promocionar mis proyectos y el contenido que comparto en plataformas como YouTube, y que sí percibo como valioso. Dejar esas redes podría suponer una disminución del tráfico que reciben mis creaciones, y ése es el único precio que me cuesta pagar a la hora de echar el candado a mis perfiles digitales. La motivación de mantener la conexión con amigos y conocidos no forma parte de mi concepción de las redes, puesto que con las personas que me interesa seguir en contacto me comunico a través de medios que no implican el mudo espionaje de cientos de espectadores sin rostro, como el e-mail o el teléfono. Si mi trabajo no dependiese en gran medida de mi presencia en internet, sin duda mi identidad digital sería mucho más simple, y, como consecuencia, yo sería capaz de reconstruir mi identidad real recogiendo los fragmentos desperdigados de mí misma que he dejado caer con el paso de los años, y tal vez recobraría un poco de coherencia, o me sentiría más sólida y segura en mis carnes y en mi mente.

Somos la última generación que se cuestionará la necesidad de contarlo todo. La creación de una identidad digital fragmentada y aparentemente completa se presupondrá en un futuro próximo. Ahora somos los hijos quienes nos mostramos bajo una lógica de pega ante los focos de las redes sociales. Pronto lo harán nuestros propios hijos, con códigos y lenguajes que aún no se han inventado. El mundo se llenará de fragmentos, y, si alguno de nuestros hijos desea recoger los suyos y re-formarse, encontrará las confesiones indiscriminadas y las máscaras rotas de sus contemporáneos, y con eso tendrá que construir un puzle que nunca podrá pertenecerle.

Reflexión inspirada por la lectura del ensayo «Expuesta», de Olivia Sudjic.

 

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