
27 May Escribiré con miedo
Escribir sin miedo.
Escribir a pesar del miedo.
Escribir con el miedo.
Cada oración tiene su propio significado. La primera representa el deseo que he perseguido desde que perdí la frescura de la niña que escribe sin pensar en por qué o para qué escribe. Quería escribir sin miedo porque pensaba que era la manera de que mis palabras reflejasen, con la sutil transparencia de los visillos recién lavados, quién soy y qué persigo. Pero querer escribir sin miedo es como exigirle al amor que no presente riesgos: aunque existirán las rachas de apertura casi mística, a ellas les seguirán los huracanes que nublan todo aquello que se abre más allá del siguiente paso.
No se puede escribir sin miedo. No siempre, al menos. El miedo es inherente a la escritura, pues es el miedo a la vida lo que nos empuja a escribir.
Escribir a pesar del miedo, entonces. Pero tampoco sirve. Escribiendo a pesar de mi miedo me mantenía enfrentada a él. La imagen que me viene a la cabeza es la de mí misma tratando de correr lo más rápido posible con el objetivo no de armar un buen texto, sino de dejar el miedo atrás, lejos, donde ya no pudiera verme ni adivinar si había huido por el camino de la derecha o por el de la izquierda. Escribir a pesar del miedo no es lo mismo que escribir sin miedo; queriendo escribir sin miedo postergaba una y otra vez el momento de sentarme frente al cuaderno, porque siempre podía apreciar un resquicio de temor a no poder, a no saber, que me impedía entender que el momento de escribir es ya hoy, y no mañana.
Querer escribir sin miedo es no querer escribir. Querer escribir a pesar del miedo es vivir la farsa de que es posible ganarle la carrera al vertiginoso miedo.
La tercera opción es escribir con el miedo. Para mí, ahora, ésta es la única forma de escribir.
Si miro a mi derecha puedo ver a mi miedo sentado en un taburete, justo al lado de mi silla. No habla, no se mueve, su respiración apenas es perceptible. Sus ojos negros y brillantes ni siquiera se fijan en el traqueteo irregular de mis dedos sobre el teclado. El miedo está ahí, nada más. Está conmigo al igual que lo están mis ganas de escribir algo que merezca la pena leer. El miedo que siento incluye también a esas ganas, porque ellas me hablan de lo que temo: temo no cumplir expectativas o malgastar mi tiempo creyendo en un talento que, ilusa, he llegado a creer que poseo, o que me posee a mí.
El miedo del que he renegado y al que he intentado superar en un pulso resuelto antes de comenzar reposa ahora a mi lado. Es el invitado especial de todas mis sesiones de escritura, también de ésta. Él me indica: si miras ahí, llorarás. Si te asomas a esa sima, te encontrarás con algo que te hará daño. Me previene tanto como me empuja a aventurarme de su mano a unas profundidades que, por mucho que me he esforzado, no he logrado camuflar bajo la tierra húmeda.
Escribiré con miedo, con miedos.
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