encierro voluntario

Dos días de encierro doméstico voluntario

A finales de febrero de este año, en Granada, mi amiga Rosa me habló sobre una fundación establecida a nivel mundial que organiza retiros de meditación y silencio periódicamente en distintas casas que tienen repartidas por el planeta. Una de ellas está en las montañas de Barcelona, y Rosa la conocía porque había participado en uno de los retiros de 12 días unos años atrás.

Precisamente, yo había empezado a meditar el 1 de enero. No era ni la primera vez que me lo proponía ni la primera vez que lo hacía durante algunos días, pero desde luego sí era la primera vez que me lo proponía en serio y que meditaba indefectiblemente cada día nada más despertarme, sin admitir excusas de prisas, cansancios o hastíos varios.

Me considero, en muchos aspectos, una persona entusiasta y amante de la novedad. Además, tras dos meses de práctica meditativa continuada, empezaba a cosechar los primeros frutos de los que hablaban aquellos que me convencieron de las bondades del silencio: aumento de la concentración y el foco, destellos de intuición, y hasta un poquito más de predisposición hacia (mi asignatura pendiente) la aceptación.

Así que cuando Rosa me habló de aquellos retiros en los que te hacen levantarte a la hora en la que en un día de mucho trabajo (freelance) te estarías acostando, te alimentas a base de ensaladas e infusiones y preguntar el camino hacia el servicio puede ser causa de una ristra de miradas de terror, está claro que no me lo pensé dos veces y me apunté al siguiente retiro con plazas disponibles.

Durante los meses que me separaban de la experiencia continué profundizando en lo que ya había conseguido transformar en un hábito que no sólo mi mente se proponía, sino que mi cuerpo comenzaba a exigir. Había empezado meditando cinco minutos por las mañanas, como se suele recomendar a los principiantes, y había ido subiendo la cuenta minuto a minuto cuando notaba que el tiempo, para mi asombro, se contraía ya como si sesenta segundos fueran sólo veinte. Un día creí que estaba preparada para meditar también por la noche, antes de acostarme. Lo hice durante tres o cuatro días, pero me quedaba dormida en posición incorporada, como en alguna ocasión -y no exagero- me ha sucedido en las discotecas. Abandoné la práctica nocturna. Al cabo de unas semanas la retomé con un nivel distinto -mayor- de motivación, y entonces sí, como la diurna, cuajó hasta transformarse en costumbre.

Comencé a experimentar beneficios mentales, emocionales y espirituales -y para cada cual esto tendrá un significado- que no me atrevía a atribuir a la meditación sin antes contrastar que otros ya antes los habían relacionado con ella. Así que me di a la búsqueda de blogs, vídeos, artículos y libros sobre el tema con la esperanza de ver mi experiencia reflejada en la de otros. En aquellos documentos encontraba las reticencias de los inicios («¿para qué narices estoy haciendo esto? No noto nada, es complicado y, en realidad, no sé cómo se hace exactamente»), las primeras recompensas y también todo lo que estaba por venir. Entendí que podía leer un mismo libro sobre meditación todos los días, y en cada uno de ellos estaría diciéndome algo completamente nuevo.

Mi entorno se fue llenando poco a poco de personas que también meditaban, bien desde hacía muchos años, bien, como yo, desde escasos meses atrás. Llamada más por la curiosidad que por la devoción, me apunté a clases de budismo. Nunca he ido a catequesis, pero imagino que no es una comparación desencaminada. En las clases, que duran hora y media, meditamos, escuchamos de boca de la monja-maestra lo que las escrituras budistas dicen sobre el karma, la muerte o las virtudes del ser humano, volvemos a meditar. Dentro de la rutina diaria de alguien que trabaja mayoritariamente en casa, estas clases, que conllevan un paseo de quince minutos antes y otro de quince minutos después, son una oportunidad de reencuentro conmigo misma, y de encuentro con otros.

Mi retiro de Barcelona iba a tener lugar durante los primeros días de junio. Y digo iba porque al final no pude ir. Cancelé mi plaza, me dije que me apuntaría a otro en el futuro y continué con mis prácticas meditativas -las de casa y las del centro budista-. En julio el centro budista se fue de vacaciones y yo me quedé en casa con mis dos meditaciones diarias, la de la mañana y la de la noche.

Pero rodearse de gente que medita tiene sus riesgos, y uno de ellos es que pueden recordarte que el retiro intensivo del que te caíste continúa existiendo, y que se repite cada mes y medio, y que sesenta personas entre las que no te encuentras tú aceptan el desafío del silencio y la introspección durante doce días en los que la interrupción es igual a rendirse. Dos amigos de estos que te recuerdan lo que tú no hiciste se quedaron en mi casa un par de días, justo antes de poner rumbo a Barcelona para encerrarse en uno de estos retiros, en la misma casa en la que yo tenía que haber dormido durante once noches hace sólo mes y medio. Sus preparativos, sus nervios, sus preguntas sobre el cómo será… todo eso, mi cabeza lo tradujo como un desafío personal. ¿Y si…?

¿Y si me monto mi propio retiro de meditación y silencio? Tal vez no doce días, pero… ¿qué tal un fin de semana?

Mi fin de semana de retiro personal

Conforme los dejé en el Blablacar que los llevaría a su particular encierro, mi mente comenzó a dar vueltas. Necesitaré aclimatar la casa, comprar provisiones, avisar a amigos y familiares de que estaré desconectada durante dos días. Tendré que hacerme un horario, ordenar la habitación en la que meditaré, despejar la casa de trastos que puedan interferir en mi descanso mental.

El viernes por la noche cené pronto para irme a dormir antes de lo acostumbrado. Mis familiares y amigos más cercanos estaban sobre aviso: no iba a tener conexión a internet y el fijo de casa estaba apagado. Si había alguna urgencia, podían llamarme al móvil.

El reto era el mismo que el de mi retiro frustrado: meditación y silencio. Miré el horario que había diseñado con caligrafía redonda y perfectamente legible sobre un folio de color azul. Nunca había meditado tanto. Ni de lejos. Y tampoco había pasado horas enteras sin hacer nada. Para mí, el concepto «hacer nada» era ver la tele (que no tengo), ponerme una peli o echarme una siesta. Pero el «hacer nada» que me proponía para mi retiro doméstico era un hacer nada real: ni tele, ni pelis, ni libros, ni escritura, ni paseos por la casa para matar el tiempo de alguna manera. Hacer nada iba a ser hacer nada de verdad, por primera vez en mi vida.

El primer día, el sábado, me levanté a las 7 de la mañana. Medité media hora, me hice el desayuno. Normalmente me hago el desayuno a correprisa para ganar un par de minutos diarios de prodencierro voluntariouctividad. La pauta para estos días era hacer una sola cosa al mismo tiempo. Así que no podía pelar la fruta mientras controlaba que la leche no se calentara demasiado, ni procurar que los copos de avena no se pegaran al fondo del cazo mientras volvía a meter la sandía y el melón en la nevera. Pero, mientras sacaba el tazón del armario, me daba cuenta de que mi pie derecho estaba en dirección a la cocina eléctrica, como si la acción física estuviera desligada de la intención mental. Aprendí mucho de mí misma simplemente haciéndome la comida esos días.

Aquel sábado, el 70% del tiempo que iba a dedicar a no hacer nada se convirtió en sueño. Me atrincheraba en el sofá, preparada para no acceder a ninguno de los estímulos de mi mente, y a los diez minutos caía rendida y me dormía, ya estuviera tumbada o sentada. Antes de que los ojos se me cerrasen del todo alcanzaba a poner una alarma que me despertara un par de minutos antes de la siguiente meditación. No sé si se trataba de sueño acumulado o de una resistencia propia a encontrarme con lo que fuera que el silencio, la quietud y la inactividad podían mostrarme de mí misma.

Acabé aquella primera jornada con muchas horas meditadas y otras tantas dormidas. Me fui a la cama cuando aún era de día y dormí más de diez horas, algo muy raro en mí. Al día siguiente me levanté todavía algo cansada, pero dispuesta a enfrentar un día que, en apariencia, era igual que el anterior, pero que yo sabía que no lo iba a ser.

Ya no necesitaba dormir en los períodos de no-hacer. Me sentaba en el sofá, como el día anterior, y simplemente estaba allí. Justo delante del sofá se alzan mis estanterías de libros. Aquel domingo tenía ganas de leerlos todos, incluso los que no me habían gustado, y especialmente los nuevos que todavía no he tenido tiempo de abordar. No eran sólo ganas de leer: a veces sentía el impulso físico y necesario de levantarme del sofá, coger uno de aquellos libros y enterrar mi cabeza en él durante las horas que había reservado para no hacer nada, e incluso durante las dedicadas a la meditación.

Lo mismo me sucedía con los bolígrafos y las libretas. A pesar de que traté de esconderlas lo máximo posible para no sentir la llamada de sus páginas en blanco, por el salón todavía quedaban dos o tres cuadernos que tengo a medio completar y que, de repente, reclamaban a gritos que los rellenara, independientemente de mi nivel de inspiración.

No hacer nada era más duro de lo que había pensado. Me di cuenta de que nunca «no había hecho nada», en realidad. El hacer nada siempre estaba acompañado de un algo: de mirar el móvil, de escuchar una canción, de ver una serie de soslayo. La realidad «nada» tenía que estar aliñada con un estímulo de más, lo que equivale a asumir que el momento presente no es suficiente tal y como es: necesita siempre de un ingrediente que nos saque de nosotros mismos y proyecte nuestra atención en algo de lo de fuera. Una conversación de WhatsApp leída por enésima vez; las notas de una melodía sabidas de memoria; las letras de un libro que nos sumerge en un mundo que es distinto al mundo que ya cada uno de nosotros albergamos en nuestro interior.

«La huida permanente del momento presente», escribí en la única libreta que me permití mantener ese fin de semana, destinada a anotar todo aquello de lo que pudiera darme cuenta durante mis períodos de meditación, silencio y no-hacer. Querer hacer siempre algo, especialmente si se trata de algo distinto a lo que ya estás haciendo. Especialmente si se trata de algo distinto a no hacer nada.

De repente, el no-hacer se convirtió en un vasto campo de investigación. Quería seguir meditando, pero, si bien el sábado la meditación había sido más fructífera que el no-hacer, el domingo cambiaron las tornas y me sentía mucho más consciente durante mis abandonos en el sofá que cuando me sentaba sobre el cojín, cerraba los ojos y me centraba sólo en respirar y observar el incesante vaivén de mis pensamientos.

Me di cuenta de que muchas veces leo, o escribo, no porque realmente quiera leer o escribir, sino porque no quiero no hacer nada. Miro el móvil y compruebo que no hay notificaciones de Facebook y Twitter no porque tenga la urgencia de saber si a alguien le han gustado mis publicaciones, sino porque es la alternativa al terror que supone encontrarme conmigo misma en la nada, en el vacío. Me pongo podcasts mientras cocino porque es la manera de no estar a solas con la cebolla y la berenjena, que me parecen demasiado poco interesantes para una vida que, imagino, debe ser siempre rica en estímulos y sensaciones: debe ser aprovechada minuto a minuto. Escucho música mientras limpio la casa porque la bayeta y la lejía no pueden ofrecerme grandes emociones, lo que es igual a decir que yo no soy capaz de ofrecerme grandes emociones a mí misma.

Durante esos períodos de no-hacer me vinieron las ganas de hacer todo lo que no se me ocurre hacer en mi vida diaria. Leer tal o cual libro, escribir tal o cual historia, llamar a no sé quién para quedar mañana, poner en su sitio esa figurita que está ligeramente descolocada, regar la planta porque el viernes se me olvidó. Cuando cazaba al vuelo esas necesidades ilusorias… entonces podía vislumbrar, por un instante, lo que había detrás: miedo al encuentro conmigo misma. Y, justo detrás de ese miedo, algo maravilloso: la satisfacción de ser.

Encontré muchos aprendizajes durante el fin de semana de retiro doméstico voluntario. La mayoría no eran los que buscaba, como siempre sucede. Hice mi primer viaje sola buscando unas respuestas y la vida me dio otras a preguntas que ni siquiera había formulado conscientemente. Lo mismo sucedió en mi periplo indio: me fui sin pretensiones introspectivas, simplemente quería conocer un país que siempre me había llamado la atención, pero la vida tenía otros planes para mí y despejó interrogantes que yo no había advertido.

El mayor aprendizaje, el que más me sirvió y me sirve días después de haber roto mi silencio y mi soledad escogida, el aprendizaje que aún debo procesar y que no sé muy bien cómo describir, es ése: la huida permanente del momento presente. Cuando pueda mirar el árbol que se alza más allá de mi balcón del tercer piso y no quiera hacer nada más que contemplarlo, o incluso cuando ni siquiera quiera contemplarlo, sabré que la lección está aprendida.

22 Comments
  • Lou
    Posted at 14:24h, 03 agosto Responder

    Gracias compartir tu experiencia Irene, un gran ejemplo de disciplina y propósito.
    Ya te contaré por privado lo que he decidido hacer yo (este año me he quedado sin retiro también) inspirada por tu alternativa.
    Un abrazo enorme.
    Lou

    • Irene
      Posted at 10:40h, 07 agosto Responder

      Hola Lou! Estoy deseando saber qué planes tienes 🙂 Un besote.

  • Irtha
    Posted at 15:28h, 03 agosto Responder

    Me ha encantado todo, especialmente el párrafo en el que hablas de mirar las notificaciones de Facebook, lo de la berenjena y la cebolla, y la bayeta… huyendo de la sensación de vacío y de no tener nada emocionante que aportarte a ti misma.
    Ha sido muy inspirador.
    Me has transmitido el valor de la meditación y me has ayudado a ver que hay muchas formas de meditar. Igual estoy obsesionándome con la meditación formal sentada, algo que se me hace difícil compartiendo la casa con 3 personas más, cuando podría meditar haciendo los estiramientos o cocinando. Me estoy poniendo excusas para no hacer algo que intuyo que será difícil pero que al mismo tiempo es precisamente lo que necesito.
    Ralentizar mi mente, parar el piloto automático, hacer una cosa a la vez y no huir del presente, de mí misma ,)
    Gracias por compartir tu experiencia.

    • Irene
      Posted at 10:41h, 07 agosto Responder

      Hola Irtha! Yo también pienso que hay muchas maneras de meditar. Dice Pablo d’Ors en su libro «Biografía del silencio» que se ha demostrado que la meditación estática y con los ojos cerrados aumenta la concentración, pero que aun así uno puede meditar realizando cualquier actividad diaria.
      Un besote!

  • Edu
    Posted at 15:41h, 03 agosto Responder

    Sí, nos aterroriza encontrarnos con el momento presente y con nosotros mismos. El entretenimiento es la excusa perfecta para evitar ese encuentro.

    Fascinante relato de tu retiro personal Irene. Un experimento/desafío muy interesante, enhorabuena por haberlo llevado a cabo!

    Gracias por tu honestidad 🙂

    Te mando un abrazote.

    • Irene
      Posted at 10:41h, 07 agosto Responder

      Hola Edu! Gracias por pasarte por aquí. Un beso!

  • Tere
    Posted at 16:42h, 03 agosto Responder

    Qué experiencia tan enriquecedora y plena de lo que aparentemente era vacío.
    ¡Gracias por compartirla! Me anima a seguir adelante.

    • Irene
      Posted at 10:42h, 07 agosto Responder

      Hola Tere! Qué bien. La meditación es un regalo que tenemos tan a mano… 🙂

  • Eliana
    Posted at 00:36h, 04 agosto Responder

    Qué valiente has sido Irene, quedarte a solas, en silencio, contigo misma, es un acto de abosulta valentía, además porque tu fuerza de voluntad estuvo allí contigo acompañándote en todo momento, estabas sola, nadie estaba mirando, pudiste haber tomado ese libro que te llamaba o mirar las notificaciones de redes sociales, pero estabas contigo misma y te estabas observando, no perdiste ni por un segundo el propósito, me encanta cuando describes la posición de tu pie, lo consciente que estabas de los movimientos de tu cuerpo, el como te sentabas a observar tus pensamientos, los preparativos que hiciste para llevar a cabo esta tarea tan tuya y tan inspiradora para tantos.
    El domir fue algo genial porque te estabas reconmponiendo, equilibrando todo en ti, y el sueño es un perfecto remedio cuando el cansancio se ha acumulado tanto en nuestros cuerpos y mentes.
    Me ha fascinado este relato porque es tan sincero y a la vez enriquecedor, me alegro que lo hayas logrado.
    ¡Un abrazo!

    • Irene
      Posted at 10:42h, 07 agosto Responder

      Hola Eliana! Qué bien leerte por aquí. La verdad es que cuando acepté que necesitaba dormir todo fluyó muchísimo más. Y, desde entonces, estoy más descansada. Un abrazo!

  • Alida Molina
    Posted at 11:39h, 04 agosto Responder

    Siempre me dejas fascinada con tu valentía a la hora de hacer realidad todo lo que se te pasa por la cabeza como este reto espiritual. Y valiente también por compartir algo tan personal. Gracias por dejarnos aprender a través de tu experiencia.
    Muuuua!!!

    • Irene
      Posted at 10:43h, 07 agosto Responder

      Alidita, eres un amor! <3 Un besote.

  • Alejandro Quintana
    Posted at 13:25h, 04 agosto Responder

    He reconocido a un ser de luz en tus palabras ¡lo he visto claro! Escuchar el silencio, eso es todo. Ahí están todas las respuestas a los interrogantes que se te plantearon en la India, a todos los interrogantes, en verdad. Escuchar el silencio, nada más. Gracias, alma vieja y Maestra, por esta enseñanza.

    Solo una cosa más: lo siento. Perdóname. Gracias. Te amo 🙂

    • Irene
      Posted at 10:43h, 07 agosto Responder

      Hola, Alejandro! Gracias a ti por estar aquí. La elocuencia del silencio! 🙂

  • Gaby Carreira
    Posted at 00:32h, 05 agosto Responder

    Bravo, bravo, bravo. Me inspiras para animarme a probar: la meditación es mi asignatura pendiente.

    Un abrazo, chica sabia!

    • Irene
      Posted at 10:44h, 07 agosto Responder

      Hola Gaby! Con el librito de Pablo d’Ors seguro que te inspiras mucho… Un beso!

  • Fulanito
    Posted at 11:06h, 05 agosto Responder

    lalala

    • Irene
      Posted at 10:44h, 07 agosto Responder

      lilili 😀

  • Ana
    Posted at 16:37h, 05 agosto Responder

    Irene,un abrazo.

    • Irene
      Posted at 10:44h, 07 agosto Responder

      Un abrazo! 🙂

  • Cristina
    Posted at 11:36h, 06 agosto Responder

    La nada y el todo no son cosas tan diferentes, ¿no crees?
    Desde mi punto de vista el carpe diem se ha pervertido con la idea social de disfrutar el momento llenándolo de «algo», cuando en realidad, aprovechar el momento, desde mi pubto ee vista, es dejarlo ser, si más. No pretender que sea otra cosa.
    Irene, muchas gracias por compartir tu experiencia. Ser y estar, en realidad, es lo único que tenemos y, la mayor parte del tiempo nos parece insuficiente, ciando en realidad debería bastar.

    • Irene
      Posted at 10:45h, 07 agosto Responder

      Hola Cristina! Opino como tú sobre la idea del carpe diem. Justo hace un par de días lo hablaba con un amigo y llegamos más o menos a la misma conclusión. Un besote y gracias por pasarte!

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